27. 🪲 she's the albatross
CHAPTER TWENTY-SEVEN:
she's the albatross
Acacio estaba un poco confundido de que lo hubiesen llamado a palacio, pero llegó en punto a la hora que le habían mandando.
—General Acacio —saludó Geta. Estaba más blanco de lo habitual, Carcalla estaba en el fondo con su mono, acariciándolo lentamente.
—Emperador —dijo como saludo.
Geta se acercó a él, y no hizo falta palabras. Canela y jazmín. Él alzó la mandíbula, dirigiéndole una mirada dura que Acacio no entendió hasta que Geta le hizo un gesto a los soldados y fueron directo hacia él, arrestándolo en aquel momento. Comprendió todo al momento y ni siquiera sed atrevió a oponer resistencia.
Estaba preocupado por Gaia. ¿Qué le harían a Gaia?
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Gaia estaba sentada en su biblioteca, rodeada de pergaminos y textos abiertos. El silencio de la villa le permitía pensar con claridad, aunque esa mañana su mente estaba en otra parte, inquieta. Sentía un nudo en el estómago, una especie de premonición que no podía ignorar. Cerró los ojos por un momento, tratando de concentrarse en su respiración.
El sonido de pasos fuertes y rápidos rompió la calma, seguido de un estruendo que hizo que las puertas de la biblioteca se abrieran de golpe. Un grupo de soldados armados irrumpió sin previo aviso. No hubo saludos ni formalidades, solo miradas frías y pasos decididos hacia ella.
—¿Qué...? —Gaia se levantó de inmediato, confundida y alarmada—. ¿Qué significa esto?
Los soldados no respondieron. En lugar de eso, dos de ellos avanzaron con rapidez hacia ella. Gaia retrocedió instintivamente, chocando con la mesa detrás de ella.
—¡Exijo saber qué está pasando! —gritó, pero los soldados la ignoraron.
Uno de ellos se acercó por su derecha, sujetándola del brazo con fuerza. Gaia forcejeó, intentando soltarse, pero su resistencia solo provocó que el soldado torciera su brazo hacia atrás con brusquedad. Ella ahogó un grito de dolor.
—¡No tienen derecho a tratarme así! ¡Soy una senadora de Roma! —protestó, pero sus palabras cayeron en oídos sordos.
Otro soldado la sujetó por el otro brazo, y entre los dos la inmovilizaron. Gaia pataleó, intentando zafarse, pero la diferencia de fuerza era abrumadora. Uno de los hombres la empujó hacia adelante con tal brusquedad que tropezó y cayó de rodillas, soltando un jadeo al golpear el suelo.
—¡Basta! ¡Déjenme! —gritó, su voz llena de rabia e impotencia.
Sin embargo, los soldados no mostraron piedad. Uno de ellos la levantó del suelo tirándola del brazo como si fuera un saco de trigo, mientras otro le sujetaba la cintura para evitar que siguiera luchando. Gaia sentía la rabia arder en su pecho, pero sabía que no tenía forma de escapar. Aun así, no se detuvo.
—¡Cobardes! —espetó, mirando a los soldados con desprecio—. ¡Tengan el valor de decirme que está ocurriendo, soldados!
El líder del grupo la miró con una expresión de piedra, sin molestarse en responder. Simplemente hizo un gesto con la mano y los soldados comenzaron a arrastrarla hacia la salida de la biblioteca.
Sabía exactamente lo que estaba ocurriendo y porqué estaba ocurriendo, y por supuesto que era culpa suya, pero pensaba que al hacerse la tonta, la confundida, podrían mostrar algo de piedad.
—¡Esto no quedará así! —vociferó Gaia mientras la sacaban a rastras de su villa. Su túnica se enredó en sus pies y casi perdió el equilibrio, pero los soldados la mantuvieron firme, aunque de manera brutal.
La luz de las antorchas iluminaba el camino mientras la llevaban al exterior, donde una carreta con barrotes esperaba. Gaia forcejeó una última vez, pero los soldados la empujaron con fuerza dentro de la celda móvil. El golpe de la puerta cerrándose resonó sus oídos como una sentencia.
🪲🪲🪲
Cuando la llevaron al palacio, Gaia no podía ocultar su furia y su frustración. Los soldados la escoltaron por los pasillos oscuros hasta una sección subterránea que ella nunca había visto antes. Su corazón latía con fuerza, no solo por el miedo, sino también por la incertidumbre de lo que estaba a punto de enfrentar.
Finalmente, llegaron a una celda pequeña y fría. Los soldados la empujaron sin miramientos al interior, haciendo que tropezara y cayera al suelo de piedra. Gaia se levantó lentamente, sacudiéndose el polvo de la túnica mientras lanzaba miradas de odio a los hombres que la encerraban.
La puerta de hierro se cerró de golpe, y el sonido de la llave girando en la cerradura fue como un eco de su destino.
Gaia se giró y, para su sorpresa, vio a Acacio en la celda contigua. Estaba sentado en el suelo, con las manos descansando en las rodillas y una expresión de cansancio y resignación en el rostro. Cuando al verla y escucharla entrar, sus ojos se abrieron como platos
—¿Gaia? —dijo, levantándose de inmediato y acercándose a la pared que separaba sus celdas—. ¿Estás bien? ¿Qué te han hecho?
Gaia se acercó a la misma pared, apoyándose en ella, respirando con dificultad. La furia y la frustración se mezclaban con un profundo cansancio.
—Oh, Acacio —suspiró, por un momento llegó a pensar que él seguía libre, tonta de ella—. Me arrestaron... sin explicación alguna. Fueron... violentos.
Acacio suspiró y bajó la mirada. Estaba furioso, querría haber podido defenderla, tal vez si hubiesen estado juntos en el momento habrían conseguido escapar.
Gaia tenía una mirada de desesperación, sus manos temblando mientras se aferraba a los barrotes.
—Lo he arruinado todo, Acacio. Lo sabíamos, y aun así... —su voz se quebró.
Acacio quería acercarse a ella, sostenerla entre sus brazos y prometerle que saldrían de esa juntos.
—No lo arruinaste tú sola. Yo también tengo culpa en esto.
Gaia soltó una risa amarga, mirando al suelo.
—Y ahora... ¿qué? ¿Nos ejecutarán? ¿Nos usarán como ejemplo?
Acacio no respondió de inmediato. Miró hacia la puerta de las celdas, como si esperara que alguien entrara en cualquier momento.
—No lo sé —admitió finalmente, con voz grave—. Pero pase lo que pase, no podemos dejarlos ganarnos. Ni a Geta, ni a Carcalla... ni a Macrinus. No podemos dejar que controlen todo.
Gaia levantó la mirada, sus ojos brillando con determinación.
—No pueden quitarnos lo que somos, Acacio. Ni nuestra causa. Aunque nos destruyan... Roma no será suya para siempre.
Se pasaron en silencio casi una hora, demasiado en shock para mantener una conversación. Además, había guardias por todos lados que podían -e iban- a chivarles a los emperadores todo lo que dijeran en las celdas.
La incertidumbre de la situación le causaba escalofríos a Gaia, estaba preocupada por Acacio y Acacio estaba preocupado por ella. Su vida dependía de cuanto enfadado estaría Geta y cuanto podía influenciarlo Macrinus.
Dos soldados entraron al pasillo, uno se paró en la celda de Gaia y otro en la de Acacio. Abrieron las puertas con una llave enorme y nada más salir fueron el uno hacia el otro, rápidamente los soldados los separaron sin que pudiesen llegar a abrazarse. Los escoltaron hasta la antecámara de las celdas, donde estaban Geta y Carcalla de pie, y Macrinus sentado a un lado. Gaia lo miró con odio antes de devolver la vista a Geta.
Parecía realmente afectado. Gaia no había sido consciente hasta ese momento que Geta estaba enamorado de ella, que le importaba y que quería gobernar a su lado. Sintió una punzada de pena por él, minúscula, pero la sintió.
—Gracias a la virtud cívica de hombres como Macrinus, su insurrección y adulterio han sido destapados —habló Geta, mientras los soldados que los escoltaban daban unos pasos hacia atrás. Gaia volvió a mirar a Macrinus, aún furiosa—. Los privilegios, la dignidad que les ha concedido Roma... todo lo han perdido por su traición y su lujuria.
—Por favor, Emperador Geta. Tortúreme si quiere, pero no me sermonee —pronunció Acacio con lentitud.
Gaia lo miró, nunca se había sentido tan avergonzada, tan expuesta como ahora. Tener que enfrentarse a esto la pudría por dentro, y se odiaba por no haberse resistido a los placeres.
—¡Tú nombre será olvidado! —chilló Geta, dando un paso hacia él—. Está condenado, general.
Acacio soltó una risa burlona que se alargó por unos instantes. Gaia tomaba aire mientras sentía como el corazón le salía del pecho. Miró a Carcalla, que estaba unos pasos por detrás de su hermano, sin decir ni una palabra. Carcalla notó la mirada sobre él, pero no se giró.
—¿Se ríe? —dijo Geta, incrédulo.
—¿Vos me va a condenar? —dijo Acacio con un tono al que solo le faltaba señalar con el dedo a Geta, tachándolo de idiota—. No me importa, todo se olvida con el tiempo. Los imperios caen.
—Y los Emperadores también —Gaia habló por primera vez, causando que todas las miradas, incluso la de Acacio se giraran hacia ella sorprendida.
Incluso Macrinus se levantó, impresionado.
Mientras Gaia no rompía el contacto visual con la expresión ilusa de Geta, Carcalla dio unos pasos hacia atrás, cogiendo una espada de uno de los soldados y yendo directamente hacia ellos. Acacio tuvo el instinto de acercarse a Gaia y ponerla detrás de él, mientras le agarraba la mano y ella su cintura.
—¡No, no, no! ¡Para! —lo detuvo Geta, quitándole la espada al momento. Se arrepintió cuando vio la posición en la que ellos estaban, soltando una pequeña risa—. Debería mataros aquí mismo, sobre todo a vos, Lady Gaia —Hicieron contacto visual por encima del hombro de Acacio—. ¡Le he dado de todo! ¡Todo lo que necesitó, todos sus caprichos! ¿Y vos me lo corresponde así? Ni siquiera con un noble, con un asqueroso soldado.
Fue ahora Gaia quien quiso abalanzarse sobre Geta, pero Acacio la detuvo.
Tensó la mandíbula, mordiéndose el labio— Nunca le pedí nada, Emperador. Fuiste vos quien se obsesionó conmigo.
Aquellas palabras le quemaron, se dio la vuelta, devolviéndole la espada al soldado y sin mirarla dijo:
—Vuestras muertes serán públicas.
—¿Públicas? ¡Deberían crucificarla! —saltó Carcalla.
Gaia sintió una punzada en el pecho y bajó la mirada. Acacio rozó su mano con la de ella, intentando darle un poco de sustento emocional, tenía miedo de que ella se desmoronase allí en cualquier momento.
—¡Llevaoslos! —exclamó Geta.
Macrinus dio unos pasos hacia ellos, Carcalla se sentó en uno de los tronos de la sala, con la respiración agitada. Geta se giró hacia Macrinus con una mirada compasiva.
—Gracias, Macrinus —asintió, y se acercó hacia él—. Estos días no solo lo he considerado un ciudadano de la corte, sino un amigo.
—Muchas gracias, emperador —dijo—. Pero como su amigo, le recuerdo que Acacio es un héroe de Roma. La crucifixión es para ladrones, sería demasiado vulgar.
—Debe morir. Es un traidor.
—Estoy de acuerdo, que los Dioses decidan su destino en el Coliseo —dio un paso hacia atrás y besó la mano del emperador.
—Que los Dioses decidan —asintió repetidas veces, pensando en lo bueno que sería tener a Macrinus como su mano derecha, como sus ojos y oídos en la construcción de leyes para Roma. Como senador.
NORA IS (S)TALKING . . .
al final si consiguió lo que quería el puto macrinus lo odio tanto
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